QUE ALGUIEN SE APIADE DE ÉL (III y IV), ...

QUE ALGUIEN SE APIADE DE ÉL (III y IV), capítulos ce CiborgDame

Nov 21, 2021

El viento acariciaba los sedosos cabellos castaños de la joven. El capataz los miraba, siempre apoyado en la cubierta de tejas tan rojas como sus labios. Aquella manera de reír y sonreír hacía que su corazón volviese a latir. Aquella piel blanca. Aquella perfecta nariz. No todo en el mundo es mierda si se sabe mirar en el momento preciso. Pese a que fuera un sueño, el capataz sabía que nunca volvería a encontrarse con sus ojos.

Una mirada tan cálida y brumosa que le daban ganas de abandonarlo todo y ganarse la vida como pastor de vacas mientras un mozo a caballo lo ayudaba y lo llamaba padre. Una niña correteaba con sus cancanes nuevos diciendo que era la princesa de Saba al tiempo que su madre la miraba y reía. Inocentes llantos de bebé se oían dentro de la humilde casa y la madre de la niña se levantaba para atenderlos. Antes de cerrar la puerta, miraba sonriente. Lo miraba a él con amor.

El mucho tiempo pasado en América lo convirtió en un hombre y le enseñó a criar vacas en unas pobres tierras. Aquellas tierras donde perdió a su padre, que, como capitán, lo adiestró desde niño; que, como padre, marchó a la guerra donde cayó en combate; que, como caído en la batalla, abandonó sin desearlo a su hijo a merced de su rival; que, como rival y enemigo de su padre, lo condenó a la más pobre servidumbre, criando vacas.

No todo era tan malo, ya que tiernamente se enamoró de aquella chica, hija de un capitán, que les llevaba agua cuando apretaba el calor. La moza de la que ambos, capataz y rival, se enamoraron y con quien perdieron la inocencia a la vez.

A escondidas, el capataz y la joven se casaron y regresaron a España, ocultándose donde él se crio. Pero no resultó un buen escondite ya que el viejo capitán los encontró. Bueno, su mano derecha, el rival, el hombre al cual prometió la mano de su hija, quien a golpe de rabia y acero ensartó los corazones de los hijos del capataz, ya que los consideraba aberraciones de su propia prometida. La tristeza fue mayor cuando a ella le dijeron que fue el capataz, ebrio y enfurecido como un demonio, quien los mató. Su propia amada puso precio a la cabeza del capataz.

Entonces el fugado olvidó su propio nombre. Los oscuros cueros de los toros muertos en ruedo recubrieron su cuerpo desde aquel día que, alejándose, se unió a aquella sociedad secreta. Y su corazón dejó de latir. Una astilla de desamor y venganza atascaba los engranajes.

Cuando despertó, el capataz se secó el sudor de un mal sueño que le hizo recordar y rabiar al mismo tiempo.

(ESA MISMA NOCHE)

Esta vez era un pelo negro. Liso y suave, como la suave brisa de la sierra. Tan liso que hasta los delicados perfiles de unas orejas perfectas asomaban entre los cabellos, tan negros como lo es una noche sin luna.

En medio de aquella refinada sala, tan recargada de cuadros, animales disecados y esculturas que estaba desfasada, se sentaba aquella figura femenina, tomando el té al anochecer y guarecida por un vestido también desfasado, de cancanes ondulantes y finas telas que jugaban entre el opaco azul marino y la vaporosa seda blanca. Aquella figura estaba embutida por un corpiño que exhibía aquel escote de piel blanca que seguramente había levantado las pasiones de innumerables hombres.

Unas manos de uñas nacaradas, tan brillantes que reflejaban los contoneos de las tenues llamas de los lamparones de aceite; unas manos de piel tan blanca como la del escote, tan suaves y lisas que denotaban que aquella mujer era noble, ya que no las usó nunca para ganarse el pan.

Pero lo que más la acercaba a la perfección consumada era el rostro. Era ideal. Coqueto, blanco, sin imperfecciones ni arrugas. Unos labios rojo sangre escondían una sonrisa que quizás no lo era. Aquella nariz tan perfecta y simétrica… Los ojos… Aquel verde rodeado de blanco casi reflectante era justo el color que todos los geniales pintores y retratistas tuvieron que contemplar por narices para otorgar genialidad a sus obras. En el mundo no existía tono verdoso tan único, ni tan hipnotizante. La mujer miraba como el vaho de la taza se perturbaba y supo que su invitado había llegado.

―Puntual, como me habían dicho, monsieur.

Joder… Si hasta la voz de acento gabacho haría perder la inocencia de golpe a cualquier infante. El capataz cerró despacio la ventana por donde se coló sin mirar a la mujer, ella le hacía recordar que era un hombre.

―Son muchas pesetas por adelantado, como para llegar tarde.

―Veo que va al grano, monsieur. ¿Se dice así? Por favor, tome asiento y, si gusta, un té. Es importado de Oriente.

Impávido como una estatua negra, el capataz apenas se alejó de la ventana.

―Aquí quien paga es quien decide cómo se han de decir las cosas. ―Una fugaz mirada a los dedos de la dama bastó para comprobar que no había, ni hubo, anillo―. Señorita… No, no me sentaré. Gracias. Desentono con la fina decoración y las porcelanas.

Aquella dama azul oscuro se tapó aquellos labios tan hermosos con la punta de los dedos para gesticular una modesta risa que él jamás podría olvidar. Aquella noche iba a ser muy larga.

―Cierto es, monsieur, que a usted se le atribuyen algunos logros imposibles. Hazañas impensables, como la muerte de varios empresarios.

El capataz permaneció quieto, guarecido por las sombras que otorgaba la compleja forma de la sala.

―Soy un hombre que tiene bien presente su pasado, aunque solo vivo sin que me importe el futuro.

Otra risa de correctas formas casi le deshizo el alma.

―Cierto, monsieur. Tengo que reconocer que ha sido bastante difícil entrevistarme con usted, por no decir lo dificultoso que me ha sido… investigar sus logros.

―¿Acaso la señorita insinúa que soy tan torpe que dejo rastro de mis actos?

Sabía perfectamente por dónde iba aquella mujer. Nadie en aquella época eliminaba a sus objetivos utilizando un florete militar de dos siglos de antigüedad. Pero debía dejar una firma, algo que lo identificara como autor, para que así le pudiesen contratar.

―Una estocada en el corazón… Muy romántico por su parte. Debo decirle que es obvio que me he entrevistado con empresarios cuyas sociedades han prosperado en los últimos años debido a la falta de competencia en el sector… y de ahí las recomendaciones.

El capataz esbozó una sonrisa entre las sombras. Aquella dama era muy hábil. Inteligente y bella. El ejemplo perfecto de que la nobleza cultivaba su mente al verse desocupada de ganarse el pan.

―Bueno, señorita. Yo no soy juez. Soy un simple ejecutor cuya sentencia viene marcada por aquel que paga. Y no fallo nunca.

―Esas son palabras de un hombre que no tiene nada que perder o, en su defecto, de un hombre que quiere morir, monsieur…

La dama extendió la mano palma arriba, dándole la palabra. Él sonrió de nuevo.

―¿Acaso es usted gnóstica?

―¿Perdón, monsieur?

―Perdone, ¿acaso es usted gnóstica o illumine vetae? ¿Es acaso usted de alguna secta o religión que necesite saber el nombre de las cosas para controlarlas?

La dama se quedó perpleja. Calmadamente entrelazó los dedos apoyándose en el aterciopelado respaldo de su lujosa silla.

―Veo que me ha calado, monsieur. Usted no se anda por las ramas.

―Cierto, joven señorita. Mis mejores clientes pertenecen a los vuestros. Por lo tanto, usted indique y pague… que yo cumpliré.

―Como veo lo directo que es, yo también lo seré. ¿Conoce usted al cronista Abraham Blázquez Figueroa?

―No tengo ese placer.

La dama sonrió con picardía.

―Excelente, monsieur. Excelente.

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