QUE ALGUIEN SE APIADE DE ÉL (V), capítul ...

QUE ALGUIEN SE APIADE DE ÉL (V), capítulo de CiborgDame

Nov 22, 2021

El señor Abraham Figueroa, periodista, hombre de letras que conocía el secreto de las imprentas y publicaba en cualquier lengua y formato, historiador y redactor de libros que con solo leer te permitía viajar hasta donde él había estado y te marcaba en la mente lo que sus ojos hubieran contemplado. Al menos la dama gabacha lo describió así. Pero al capataz no le interesaba eso, solo le incumbían las pesetas que la dama facilitó para averiguar quiénes eran sus compinches, antes de acabar con él.

Cuando los ojos del señor Figueroa se abrieron, su mundo apareció bocabajo. Se balanceaba como un gusano cubriéndose con un capullo en plena noche. Inmovilizado y desorientado, pidió ayuda, pero estaba demasiado alto para que alguien lo escuchara. Colgaba a gran altura, junto a la boca de una gran chimenea de ladrillo.

Cuando gritó, un hombre vestido de negro con un pañuelo en la cara descendió por una cuerda y le propinó un bofetón que hizo que se tambalease peligrosamente. Cuando el vaivén se suavizó solo le quedaba un hilillo de voz.

―Por favor, déjame ir…

El capataz, colgado de la cuerda como si de un pintor de techos se tratase, desenfundó un revolver de esos americanos y le encañonó la sien.

―Te dejaré ir, pero antes dime el nombre de los secuaces que te ayudan a escribir.

―No lo sé… Me encuentro la información en mi escritorio. Yo solo la corroboro, contrasto y publico, si es menester…

Lo bueno de llevar a alguien tan al límite es saber cuándo dicen la verdad. Que se hubiera meado encima y le chorreara por la cara también ayudaba a vislumbrar su límite. Solo necesitaba un poco más de persuasión.

El capataz escaló por la cuerda hasta llegar al artilugio que usaban los deshollinadores para recoger con poleas la cuerda donde el señor Figueroa colgaba y colocó la precaria grúa en su sitio original, con el astil orientado al orificio de la chimenea. Después lo descendió unos metros.

―¡A ver qué tal te sienta una ración de humos!

Cuando la fábrica de vidrios reanudó su labor, una insoportable humareda negra, más espesa que unas natillas, provocó que el anciano escritor se retorciese entre toses y gritos ahogados. Después de un rato, cuando la cuerda dejó de moverse, el capataz accionó el artilugio para ventilar al escritor con el aire fresco.

Abraham apareció cubierto de hollín, hasta su lengua era negra. Tenía los ojos enrojecidos y la mirada perdida. El capataz se acercó para oír lo que balbuceaba cuando… ¡PLAF!

Un tremendo puñetazo lo precipitó al vacío, alguien lo había atacado por la retaguardia. El capataz cayó hasta que la cuerda a la que se ataba le dio tal tirón que casi lo parte en dos. Al mirar arriba contempló una silueta que sostenía sin esfuerzo al escritor, todavía atado, mientras la otra mano manipulaba un cuchillo con el que cortó la cuerda que sostenía al capataz.

A este solo le dio tiempo a aferrarse a la cuerda, tan tensa que dio un latigazo y desvió su trayectoria hasta enroscarse en chimeneas menores de la fábrica. Eso frenó su caída, pero no la detuvo.

Cuando chocó contra el suelo se incorporó para ver a lo lejos como aquella figura saltaba entre los tejados con el escritor sobre el hombro. Nadie le arrebataría sus pesetas, así que escaló para perseguirlo por las alturas.

Su atacante era torpe y descuidado, rompió muchas tejas al huir y resultaba fácil seguirle el rastro. A lo lejos el sol despuntaría y debía darse prisa. Las tejas rotas lo llevaron hasta la chimenea de un edificio de gran altura. La cuerda atada evidenciaba el lugar de descenso. Al llegar junto a la chimenea se detuvo en seco, la cuerda estaba negra, cubierta de hollín. Era la misma con la que ató al señor Figueroa, y su longitud era insuficiente para llegar hasta el suelo, pero ya era tarde.

El capataz se acercó demasiado a la chimenea, y aquel hombre lo agarró del pecho y lo lanzó hacia el suelo aprovechando su inercia de frenada.

Sin embargo, esta vez estaba preparado, justo al empezar a caer el capataz liberó la cuerda que normalmente colgaba al hombro y que por costumbre acababa en un lazo, se lo lanzó a la figura mientras se precipitaba al vacío. Su atacante tenía figura humana, de largo pelo liso recogido en una cola de caballo, y ropa ajustada al cuerpo; el capataz lo vio perfectamente mientras se agarraba a los modernos canalones para deslizarse suavemente los diez metros que lo separaban del suelo. Qué bien le venían los guantes para estas circunstancias.

No transcurrieron ni tres segundos antes de que sus botas pisaran suelo firme. Inmediatamente el capataz tiró con todas sus fuerzas de la soga, haciendo que aquella figura de pelo largo desprendiera los ladrillos de la cornisa en los que se empotraban las sujeciones del canalón. Entre una lluvia de cascotes el capataz desenfundó el florete, apuntándolo a la caída de su presa, que no estaba donde había calculado, sino sujeto como una lagartija al alféizar de una ventana mientras, de otro tirón, rompía el lazo que se le había ajustado a la cadera. Una fuerza sobrehumana… «Lo que le faltaba».

Dos ojos relucientes como los de un gato observaban al capataz desde la altura, y cuando el último cascote resonó contra los adoquines el atacante saltó al suelo. Al capataz no le dio tiempo a desenfundar el revólver bajo su capa cuando esa cosa, en vez de aterrizar como lo haría cualquier criatura de Dios, tomó impulso justo al tocar el suelo y zigzagueó con rápidos saltos a cuatro patas, derribándolo sin miramiento alguno. Mientras rodaba por el impacto, al capataz se le escapó el revólver, que cayó a dos pasos de distancia.

Aquella cosa se acuclillaba a contraluz. Amanecía.

Perfecto, el capataz ya se había enfrentado a criaturas similares y sabía que, si lo llevaba a la claridad, moriría sin remedio. Su cara de jugador casi esbozaba una sonrisa y se dio la vuelta con torpeza para recoger el arma de fuego.

Bingo. El atacante saltó por el aire, sin duda para evitar algún disparo rápido, y cayó sobre la espalda del capataz. «Perfecto». Su capa lo había vuelto a salvar. Todo pasó tan rápido que aquella criatura con forma humana no reparó en la inclinación del florete en la zurda mientras la diestra buscaba desesperadamente el revólver, que era un señuelo. La hoja oculta atravesó la capa y se ensartó en la criatura. El capataz supuso que le había atravesado el hígado, pero aun así la criatura lo agarró del cuello.

―Necesitarás más que un pinchito para acabar conmigo —susurró.

Aquella cosa tenía la barba corta y de reojo observó lo bien cuidada que estaba. No era una bestia cualquiera. Aun apresado, el capataz intentó encañonar a su adversario. Aquel ser le agarró con fuerza el brazo, forzándolo a que se apuntara a sí mismo.

―Ahora usted me dirá quién le encargó el asesinato de Abraham.

Presa de aquel fuerte brazo, el capataz miró de reojo a su izquierda, calculando la distancia y el ángulo a los aldabones de hierro de una puerta cercana.

―¡Fue tu puta madre!

Antes de que la criatura reaccionara al insulto, agachó de golpe la cabeza y apretó el gatillo. La bala rebotó en el aldabón, rozando la cara de la criatura, que se alejó unos pasos atrás para desclavarse el florete mientras se llevaba las manos a la cara.

El capataz aprovechó esa postura para abalanzarse y llevar la criatura al sol que se proyectaba a escasa distancia. Al caer en la luz, la criatura gimió de dolor. Estaba hecho.

Pero cuando se incorporó para evitar a la gente que se asomaba a las ventanas atraídos por el disparo, el capataz sintió un fuerte golpe en la nuca que lo sumió en la inconsciencia.

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