QUE ALGUIEN SE APIADE DE ÉL (VI), capítu ...

QUE ALGUIEN SE APIADE DE ÉL (VI), capítulo de CiborgDame

Nov 24, 2021

Ahora quien colgaba bocabajo era un capataz enfundado en negro cuero. Un suave balanceo lo despertó, pero no abrió los ojos. El olor era inconfundi-ble. Estaba en su viejo campanario.

Fingió dormir e intentó recordar el enfrentamiento anterior, cuando mató a esa cosa. No se escuchaba nada, salvo el crujir de la soga que suavemente lo balanceaba y la respiración de su viejo sabueso que, tranquilo, debía de estar en su cama, por lo menos no lo había matado. También escuchó los cascos en el patio exterior, su caballo seguía vivo y regresaba, como siempre.

Notaba el sol calentando con sus rayos el cuero que vestía. Era de día. También notaba las vueltas que le habían dado con su soga para colgarlo; no había nada que hacer, estaba más amarrado que un gorrino para la matanza. ¿Quién sería ese de cuya presencia no se percató? ¿Le habrían arrojado algo a la cabeza desde los tejados? No, el golpe que aún le dolía era en la nuca, incluso aseguraría que fue un puñetazo.

―No se haga el dormido, caballero. Los movimientos de sus párpados lo delatan.

El capataz abrió por fin los ojos. Frente a él, acariciando al dormitante can, se encontraba aquella figura que dio por muerta demasiado rápido. Pese a la penumbra, se distinguía que era un hombre joven con barba corta, de unos treinta y pocos. Una cicatriz aún ensangrentada cruzaba de abajo arriba su cara, atravesando la superficie de su ojo derecho, haciendo que su ceja tuvie-se un espacio, seguramente obra del balazo que rebotó en el aldabón. Muy fornido y algo más bajito que él, sus ojos brillaban en la penumbra, como si de un perro se tratase. Su camisa sin mangas, como las de un obrero, estaba tan ceñida al cuerpo que le marcaba la musculatura. Pelo largo recogido en cola de caballo, castaño, por decirlo así, sin canas a la vista. De un vasto cinturón de cuero le colgaba un cuchillo de grandes dimensiones, con un águila como empuñadura y sus alas como defensas. Los pantalones también ceñidos ter-minaban con gruesas botas de soldado, muy desgastadas, por cierto.

Instintivamente, el capataz analizó su entorno y comprobó que aquel pecu-liar ser que confraternizaba con su perro tenía sus armas al lado.

―¿Busca sus herramientas, caballero?

Su captor se levantó empuñando el florete de acero. Los tres pasos que les separaban no sonaron y el hombre apoyó el arma en el cuello del capataz. La punta del florete rebuscó en el cuello de la camisa hasta sacar un rosario ne-gro.

―No lo mire fijamente —dijo el capataz—, no sea que estalle en llamas y queme mi humilde morada.

―Tranquilo, caballero. No soy un bicho de esos.

Y dicho esto, el fornido personaje se desplazó hasta que la luz de la ven-tana del campanario le incidió directamente. La carcajada que propinó a conti-nuación dejó entrever dos colmillos superiores más grandes que los de un lo-bo.

―Si no es luz lo que precisa su muerte ―dijo el capataz―, quizás debería meter la mano en mi bolsa, señor.

―Tampoco la plata me hiere. Sin embargo…

Se echó la mano a la cicatriz.

―Es una vieja receta de mi abuela —dijo el capataz—, que en paz des-canse.

El tono burlón provocó a la criatura, la cual le propinó un puñetazo en el pecho que le hizo toser amargamente mientras se balanceaba con más fuerza.

―No juegue conmigo, caballero. Mi nombre es Panderión, o por lo menos así me llamaron los hombres.

―A mí se me olvidó cómo me llamaron mis padres.

Aun entre toses, intentaba que su acompañante no deseado perdiera los nervios.

―¿Es plata lo que busca? —pregunta la criatura—. Tenemos muchas pe-setas, suficientes para que no se vuelva a jugar el pellejo matando, caballero.

Lo descolgó de un tirón al nudo corredizo sobre las botas. Cuando el capa-taz recuperó las formas, se atavió con la capa y lo miró fijamente.

―Si son negocios, le escucho, señor.

Después de las promesas de oro y riquezas de Panderión, cosa que le pa-reció correcto y justo, el capataz se pertrechó para salir. La noche cayó sobre Madrid y ambas figuras saltaban entre tejados. El capataz se dio cuenta de que Panderión rompía numerosas tejas, pesaba demasiado para su altura, pero reconoció en silencio las capacidades sobrenaturales de ese ser.

A las afueras, diciembre causaba estragos con su escarcha, aumentando la dificultad de seguir por las alturas, a lo que se sumaba la distancia que se-paraba las casas de aquella zona. Escalaron los gruesos muros de una iglesia románica, que más que un templo parecía una fortaleza que había escapado del medievo gracias a su robustez. Dentro, en un moderno añadido a la sobria girola, había una sala con un hombre en peculiar sotana, fumando un mo-derno cigarrillo.

―¿Acaso vamos a confesarnos antes de urdir algún plan? ―preguntó el capataz.

―¿Acaso necesita usted confesarse antes de urdir algún plan?

El comentario le hizo gracia al capataz, que esbozó una sonrisa. Aquel sa-cerdote con extraños símbolos en las mangas de la sotana sostuvo el cigarrillo en alto con una plácida sonrisa antes de colocárselo entre los labios y exten-der la mano al capataz.

―Padre, no se preocupe. Yo no estrecho la mano.

―Yo tampoco se la estoy ofreciendo, hijo. ―Al mirar la mano del cura, el capataz se percató de que en realidad sostenía una pequeña pistola con dos cañones que sin duda estaba escondida en las anchas mangas de la sotana. Le había pillado por sorpresa, pero mantuvo cara de jugador, pese a haber ba-jado la guardia―. Panderión… ¿No se supone que deberías haber traído al sicario maniatado y con la cabeza tapada?

―Tranquilo, Surís. ―Panderión se señaló la cicatriz mal curada que le cruza la cara―. Acabamos de asociarnos con un garduño.

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