QUE ALGUIEN SE APIADE DE ÉL (VII), capít ...

QUE ALGUIEN SE APIADE DE ÉL (VII), capítulo de CiborgDame

Nov 30, 2021

―La Garduña. Una orden secreta, un consorcio de sicarios, la mano negra de la Santa Iglesia. Se oyen leyendas de grandes hazañas y brujas muertas. También se rumorea que solo era un instrumento de extorsión para limpiar la mierda de las faldas de la Santa Institución… Y dígame, señor, ¿cómo debo llamarle? —El capataz sonrió, estático―. ¿No querrá que le llamemos sonrisitas?

Panderión no pudo evitar reírse.

―Simplemente llámeme capataz, sin título alguno.

―Uy, qué sieso… Tampoco es que le fuera a invitar a tomar asiento.

El padre Surís dejó de apuntarle con la pistola y extinguió el cigarrillo. La sala en cuestión era un despacho con un escritorio señorial, y Surís se sentó en el gastado sillón de terciopelo, tras sus papeles y artículos de despacho. El capataz hubiera jurado que el padre olía a menta y hierbabuena. En el despacho había una chimenea que calentaba la sala.

―Iré al grano, caballero. Si ha conseguido herir y enfrentarse a Panderión así de bien creo que debemos reclutarle para nuestra compañía.

―Nadie me recluta, padre, a mí se me alquila.

―¿Plata es lo que quiere? Tenemos de sobra, así que ahorrémonos las formalidades del contrato. Le garantizo que al disolver esta compañía podrá comprarse un país si así gusta.

―¿Sabe Su Santidad que yo mato a mis deudores, verdad?

―Uy, Santidad… Hijo mío, no sé cómo soy capaz siquiera de mirar a nuestro Señor ahí crucificado sin que se abran bajo mis pies las puertas de un merecido infierno. Créame, señor capataz, que para nosotros las riquezas son secundarias.

El padre Surís apartó con los pies una especie de gran camastro decorado con bellos terciopelos para accionar un resorte oculto del suelo, y detrás de él una puerta oculta se abrió cochambrosamente. Surís se levantó y se dispuso a bajar unas escaleras. Antes de desaparecer por la negrura le hizo al capataz un gesto con la cabeza, invitándolo a entrar.

Unos cuarenta peldaños en caracol más abajo, Surís prendió un candil de aceite que se extendía a lo largo de una inmensa bóveda de cañón. El capataz contempló el brillo del mayor tesoro en oro y jade que no podría haber parido ni la codicia de mil reyes. El metal era tan puro y reflectante que iluminaba la inmensa bóveda alargada hasta donde la vista podía alcanzar, con destellos amarillos por el metal y reflejos verdosos sobre la piedra.

Oro y jade eran en su mayoría esculturas con motivos paganos de los indios americanos, sin duda procedentes del expolio de las tierras del Nuevo Mundo.

―Y bien, señor capataz, ¿hay trato?

―¿Todo este oro a cambio de matar a la señorita que me contrató para interrogar al editor?

―Por supuesto.

―¿Cómo sé que cumplirán su parte del trato?

―Porque yo me estoy muriendo, y Panderión tiene más años que la Biblia.

Aquella recién formada compañía ocupó sus anteriores lugares en aquel despacho donde se abrió el acceso a la bóveda del oro. El padre Surís, sentado en la acolchada silla, puso la mano sobre el vientre con cara de pesar.

―Panderión, trae a la Pitufa. —El ser mostró cara de preocupación mientras salía del despacho, dejando solos al capataz y al extraño cura―. Y dígame, señor capataz, ¿son hierbas lo que utiliza para potenciar sus capacidades? Por decirlo así.

―Sí, padre. La Garduña me enseñó los secretos de algunas hierbas que me permiten no cansarme en algunos casos; en otros, a recuperarme; y en ocasiones utilizo hierbas para pensar más rápido.

―Comprendo. ―El padre Surís extrajo de un cajón una serie de saquitos de hierbas y las volcó en un vaso con agua que había sobre su ostentoso escritorio―. Yo también hago uso de algunas hierbas, como puede ver.

Panderión regresó a la sala con un cerdo como si de una mascota se tratase, hasta con collar. Aquel cerdo, que hembra por el nombre debía de ser, tenía injertados en su vientre una serie de tubos de cobre y oro con una grifería que recordaba al fino juego de químicas de un alquimista. El capataz no pudo evitar soltar una chanza.

―Vaya, decían los viejos que los perros se acaban pareciendo a los dueños.

Al oírle, Panderión esbozó una mueca de sonrisa mirando al capataz, que mantenía cara de jugador. Surís se rio, pero al hacerlo puso cara de dolor y se sujetó la tripa.

El capataz no supo cómo reaccionar en ese momento, pero cosas más raras en su vida había presenciado. Surís se desabrochó la sotana para subirse las camisas interiores. Debajo había dos tubos de oro que brotaban de un vendaje en el costado de su propio vientre, con sendos finos grifos de palometa. El vendaje estaba algo ensangrentado y llevaba un emplaste verde a modo de tapajuntas por donde brotaban los tubos. También vio sangre reseca, pus y podredumbre en los alrededores del vendaje. Era ese emplaste que emitía una fragancia de menta y hierbabuena, pero en el fondo el olor que persistía era el de la carne podrida.

Panderión colocó a la Pitufa sobre el camastro que ocultaba el resorte de la secreta sala, y una vez tumbada le dio de comer un panecillo relleno de hierbas, carnes y otras cosas. Cuando la Pitufa se adormeció, Panderión rebuscó en un armario aledaño unos brillantes tubos de cobre. Padre y secuaz conectaron dichos tubos con accesorios como botes de vidrio y algunas válvulas de pequeño tamaño. El capaz observó como Panderión ajustaba y aspiraba por uno de los conductos para generar vacío.

Uno de los botes de cristal se llenó de la sangre oscurecida del padre. Una vez lleno, la sangre continuó su camino hasta introducirse en la cerda por el injerto correspondiente. En apenas unos minutos, el bote que estaba vacío se llenó con la sangre que había pasado por las entrañas de la cerda, de un color rojo muy saludable. Panderión hizo un par de ajustes más en ese juego de tubos y botes hasta que la sangre roja se introdujo de nuevo en el cura.

―Como podrá comprobar, señor capataz ―dijo Surís enganchado a esa maraña de conductos―, no estoy para muchas aventuras. Tengo enfermos los riñones y habría muerto hace tiempo si no fuera por esta cerda adulterada con hierbas. Sus riñones hacen lo que los míos no pueden. El dinero ya ha comprado los mejores remedios médicos que existen en este mundo, y en el oculto a nuestros ojos, y aun así muero sin remedio. Pero sepa usted que no consentiré morirme sin haber devuelto al infierno a uno de los peores demonios que campa entre nosotros.

―Padre, ¿se refiere a la dulce señorita que me contrató para dar con vosotros?

―Correcto, me refiero a esa bruja antropófaga que se hace llamar Ivette, dueña de empresas La Dame. Aquella líder de aquelarre tiene esa forma y aspecto desde hace varios siglos. Panderión puede dar buena cuenta de lo que digo. Tenemos claro que no es humana, pero aprovechó la maldad y la codicia de nuestra especie para adquirir más poder e influencia.

―Y si es menester, padre, ¿qué pinta aquí aquel maltrecho redactor?

Surís y Panderión intercambiaron sonrisas de complicidad.

―Verá usted, señor capataz, la mayor arma del mal de leyenda es que permanezca siendo eso, una leyenda. Los tiempos que corren ridiculizan la superchería en pos de la razón, pero el mal en sí es muy inteligente y ya lleva tiempo tildando de locos a aquellos que afirman haber visto al demonio o presenciado un milagro. Son necesarias este tipo de divulgaciones para que no caigan en el olvido, y el propio olvido no se convierta en la espada de los malignos.

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