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Los cuidadores del panteón

Los cuidadores del panteón

Jan 04, 2022

I

Domingo. Les esperaba un día de mucha actividad. Se celebrarían las cuatro misas habituales en la explanada a la entrada del panteón, y los turistas entrarían a tomar fotografías de las tumbas y a recorrer las criptas, como si entendieran la forma de moverse en el lugar.

Pero hoy sería diferente. Mauritius había escuchado hablar a uno de los guardias sobre la visita de un grupo de dibujantes urbanos. Al parecer llegarían a primera hora y se quedarían cerca de tres horas.

Mauritius se acercó a la tumba de Carmen Barrera, en cuya base descansaban Silvia y Hugo.

-        Vamos a tener sobrecarga hoy – Les dijo, sin dejar de moverse, desplazándose suavemente alrededor de los dos gatos, con su cola de plumero levantada.

Silvia apenas alzó la cabeza, emitió un quejido ahogado a modo de respuesta al anuncio de Mauritius, y volvió a acomodarse en el débil rayo de sol. Hugo se sentó, preparado para recibir la alerta. Observó la cola esponjada de Mauritius alejarse hacia los nichos. No debía perderla de vista.

II

El sol estaba casi sobre sus cabezas cuando Mauritius sintió como si una descarga de electricidad entrara desde la punta de su cola y le recorriera toda la espalda. Detuvo su ronda y se quedó alerta, observando la lápida del niño Augusto Lima. Al parecer ya se había levantado y estaba particularmente travieso el día de hoy. Acto seguido, vio una fila de jóvenes entrar por la puerta.

Eran un grupo curioso. Se vestían de colores contrastantes y estampados de figuras puntiagudas. Le llamó la atención un chico alto que cargaba una caja de madera a modo de maletín; el resto también llevaba utensilios extraños, de menor tamaño.

Empezaron a recorrer el panteón, cada quien, por su lado, con la misma actitud de reverencia de los turistas. Unos se sentaron en el suelo y sacaron papeles, pinceles y acuarelas. Otros se detenían a leer los nombres en los nichos, y apreciaban los años de podredumbre de cada cuerpo.

Hugo pasó corriendo a su lado, hacia la tumba del Tata Mejía. Silvia se encontraba erguida, cerca del monumento a Ignacio Zaragoza. Su pasividad de la mañana se había esfumado, y en sus ojos se leía la tensión con un toque de ferocidad. Supo que era momento de trabajar, y se dirigió hacia los nichos de nuevo, con paso firme y su plumero en alto.

III

La jornada se desarrollaba en paz. El grupo de dibujantes se había asentado, ya que por fin habían elegido algo que dibujar, y todos estaban concentrados en sus técnicas. Una chica había sacado una mandarina de su bolsa y la comía observando el paisaje; otra se paseaba entre sus compañeros, saludando y entablando pequeñas conversaciones con cada uno. Pareciera que no se veían desde hace mucho. Había risas ocasionales, y nuevos intentos de comprender los misterios de los cuerpos, pero el ambiente era estable.

Silvia y Hugo volvían a estar recostados en el sol, y Mauritius había subido a la punta del mausoleo de Diego Baz. Le gustaba descansar ahí. Era una pequeña construcción que asemejaba a una catedral gótica, por lo que tenía pináculos desde los que se apreciaba todo el campo. Además, Diego era agradable y muy curioso, así que en cualquier momento saldría a ver el evento.

-        Se te hizo tarde hoy, Diego, buenos días – Le dijo burlón Mauritius a la silueta que se había materializado a su lado.

-        No molestes, Mauritius, es domingo. ¿Pero qué tenemos aquí? – El hombre del mausoleo abría bien sus ojos, luego de haber limpiado sus lentes de vapor. Echó una mirada sorprendida a todo el campo, con la boca levemente abierta. – Nunca había visto que se quedaran sentados, siempre andan de aquí para allá con sus pisadas y tomando fotos. ¡Pero ve eso! ¡Ese muchacho está pintando mi casa! –

Un chico de barba, sentado en el suelo frente a ellos, llevaba buena parte del mausoleo de Diego en su lienzo. Lo había contorneado con líneas blancas y ahora estaba poniendo sombras azules y moradas. Era un trabajo magnífico. El chico lo había dejado un momento en el suelo, para que la base de acuarela secara. Diego, curioso como siempre, se deslizó lentamente a su lado, moviendo las ramitas de los árboles a su paso.

-        Esto es demasiado relajante, ya me hacía falta estar entre los árboles y con el ruido del viendo – Decía la chica de la mandarina a lo lejos.

Diego se puso frente al chico de barba para observar mejor la obra. Sus ojitos de vapor se solidificaron un poco; en vida, estarían brillando enternecidos.

-        Eh, Lázaro, ¡ven a ver esto! – Gritó Diego hacia su izquierda, causando otra ráfaga de viento con su voz.

Silvia se levantó de un saltó y corrió a la tumba marcada con las letras L.Z. Sin embargo, Lázaro ya estaba a medio camino. Si algo le gustaba en la vida (después de la muerte), era compartir con Diego Baz la fascinación por el arte. Silvia pasó a través de Lázaro y se quedó parada en medio del sendero, confundida por unos segundos. Lázaro aprovechó su aturdimiento para llegar junto a Diego.

-        Ve esta belleza, Lázaro. ¡Es mi casa! Dime si este joven no tiene talento. –

-        Vaya que es un trabajo excelso, querido Diego. Ve cómo mezcló las sombras. Simplemente cobra vida. Tal vez debas pedirle que te pinte, a ver si vuelves – Lázaro se carcajeó después de su comentario. Era un ser de alegrías simples, y cualquier destello de felicidad era suficiente para agitarlo así. Al mismo tiempo que se reía, se agachó aún más a observar la obra, y empujó la mano del chico, que corrió la acuarela azul, aún húmeda.

-        Ah, puta madre – Gruñó el muchacho, aceptando que ya no había mucho que hacer.

-        Ustedes dos juntos siempre se meten en problemas. Lázaro, acompaña a Silvia, por favor. – Los reprendió Mauritius, claramente molesto, por el incidente y por tener que separar al par de amigos. Ya se arreglaría con ellos más tarde.

IV

Las pinturas se encontraban reunidas en el suelo. El grupo las observaba, felicitándose unos a otros, y celebrando el final de su evento. Muchos habían retratado las lápidas. El nombre de Carmen sobresalía en un cuaderno, acompañado de letras y números al estilo del cementerio. Mauritius, Silvia y Hugo vigilaban desde la distancia. Los dibujantes se organizaban para tomarse una foto, mientras que un nuevo grupo entraba a remplazarles.

Los gatos se miraron entre ellos, con un gesto cansado, pero de compromiso, y se replegaron a sus posiciones. Silvia se quedó cerca de la tumba de Lázaro, que ya se sentía calmado. Mauritius volvió a rodear los nichos. Hugo caminaba por el sendero central, contoneándose lentamente para evaluar al nuevo grupo.

Al frente de los dibujantes, un chico de rastas se agachaba para tomar la foto.

-        ¿Pueden juntarse más? No caben todos –

Diego y Lázaro se movieron a su derecha, en la fila de atrás.

-        No te ves, Augusto. Déjame cargarte –.

-        Esa broma pasó de moda hace más de 100 años, Lázaro – Contestó el niño Augusto, mientras que se elevaba unos centímetros sobre el suelo.

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